Siempre me han fascinado las tardes de verano. Sobre todo cuando todo el mundo duerme la siesta menos yo, y la casa se contagia de un silencio mágico y pesado que casi se puede tocar con las manos.
Recuerdo que de pequeña, aunque lo intentase, era incapaz de dormirme durante esas horas y mi papel se reservaba a deambular por la casa, descalza y haciendo poquito ruido.
Además, parecía que todo el mundo se paralizaba, no se oían coches por la carretera, ni discusiones, y hasta el teléfono parecía que había iniciado un corto y merecido letargo.
A lo lejos solía oírse, remota y casi sin fuerzas, la radio de algún vecino que tampoco había sucumbido al mágico ritual estival.
Hoy, las tardes de verano me siguen pareciendo maravillosas, aunque frágiles y efímeras. Es la hora perfecta para caminar descalza, para cerrar un poquito los ojos y olvidarme del día o contemplar a los que duermen.
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